Minouche Shafik: Hacia un nuevo contrato social
“Es posible que ese contrato deba incluir un ingreso mínimo universal, pero estructurado de modo tal de mantener el incentivo a trabajar y recapacitarse”.
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Todas las sociedades se basan en un entramado de normas, instituciones, políticas, leyes y compromisos con los necesitados de ayuda. En las sociedades tradicionales, de esas obligaciones se encargan mayoritariamente las familias y grupos de parentesco. En las economías avanzadas, una parte mayor de la carga recae en el Estado y en los mercados (a través de seguros de salud y pensiones). Pero incluso en el segundo caso, gran parte del contrato social todavía lo sostienen las familias (trabajo de atención no remunerado), la sociedad civil (organizaciones de beneficencia y voluntariado) y los empleadores, que a menudo deben proveer seguro de salud o aportes patronales al seguro de desempleo.
El contrato social no es sinónimo de Estado de bienestar. El segundo término se refiere más bien a las dimensiones del contrato social mediadas por el proceso político y la posterior acción estatal, sea en forma directa a través de la tributación y los servicios públicos o indirecta a través de leyes que exigen al sector privado proveer ciertos beneficios. En ese sentido, el Estado de bienestar no es tanto un mecanismo de redistribución cuanto una fuente de productividad y protección a lo largo del ciclo vital de las personas. Como ha demostrado John Hills, de la London School of Economics, la mayor parte de la gente aporta al Estado tanto cuanto recibe a cambio.
Sin embargo, el malestar que hoy define la política en el mundo desarrollado deriva en buena medida de la sensación de muchos de no haber recibido lo que se les debe. Los que nacieron en condiciones desfavorables sienten que nunca tuvieron una oportunidad. Los residentes de áreas rurales creen que se ha favorecido a las ciudades. Las poblaciones nativas ven a los inmigrantes con temor. Los varones perciben que sus privilegios históricos se desmoronan. Los más ancianos piensan que los jóvenes no reconocen sus sacrificios pasados y, cada vez más, los jóvenes ven a los ancianos con resentimiento por generar presión sobre la seguridad social y dejar un legado de destrucción medioambiental. Esta desconfianza y animosidad es pasto para los populistas.
También lo son los efectos del cambio tecnológico y la globalización. La integración de las cadenas globales de suministro generó enormes ganancias para las clases medias en las economías emergentes y para el 1% más rico en todo el mundo; pero vació las clases medias y trabajadoras en las economías avanzadas.
Según la explicación convencional, los trabajadores en las economías avanzadas tuvieron que sacrificar salarios o protecciones sociales para competir, y estas presiones se intensificaron al aumentar la movilidad del capital. Para colmo, la movilidad social que otrora hacía tolerable la desigualdad hoy se estancó o disminuyó.
En principio, las presiones del cambio tecnológico y de la globalización deberían volverse manejables mediante una protección contra el desplazamiento económico. Pero muchos aspectos del Estado de bienestar actual todavía están diseñados para antaño.
Por primera vez en la historia, hoy en el mundo hay más mujeres estudiando carreras superiores que hombres y una investigación reciente del Fondo Monetario Internacional muestra que eliminar la brecha de género supone importantes beneficios en materia de crecimiento. De modo que el desafío es redefinir el contrato social para que las mujeres hagan pleno uso de sus talentos sin pérdida de cohesión social.
En las economías avanzadas, esta tensión está en el centro de los debates sobre cuidado infantil y disminución de la natalidad. El envejecimiento de las sociedades implica que una población en edad de trabajar menguante debe cubrir costos sanitarios y previsionales cada vez más altos. Para colmo, la población actual en edad de trabajar ya está menos protegida que las generaciones anteriores, por el retroceso de los sistemas de pensión con beneficios definidos y una falta de acceso a numerosas prestaciones laborales y oportunidades de capacitación.
En tanto, el cambio climático supone una ruptura del contrato social intergeneracional. Este año, hubo masivas protestas juveniles contra un modelo económico que no tiene en cuenta el medioambiente. Conforme un desastre climático se torna cada vez más evidente, crece el apoyo a modelos económicos alternativos que permitan un desarrollo más sostenible.
Tras reconocer estos desafíos globales, podemos empezar a imaginar cómo podría ser un nuevo contrato social. Por ejemplo, se necesitará educación en los primeros años de vida, cuando se sientan las bases para el aprendizaje posterior y, más tarde, para satisfacer las demandas de recapacitación. Además, deberá hacer hincapié en tareas complementarias a las capacidades de los robots. En un contrato social modernizado, será esencial una cuantiosa inversión en recapacitación, del orden del 1 o 2% del PIB como en Dinamarca.
También es posible que ese contrato deba incluir un ingreso mínimo universal, pero estructurado de modo tal de mantener el incentivo a trabajar y recapacitarse. Deberían estudiarse alternativas como la complementación de ingresos, la provisión de capacitación obligatoria y prácticas en empresas y empleo garantizado. Y para aprovechar la creciente disponibilidad de talento femenino, se necesitarán inversiones para ampliar los programas de atención de niños y ancianos, proveer licencia parental compartida y contrarrestar los efectos de sesgos formales e informales que ponen a las mujeres en desventaja.
En cuanto a la sostenibilidad, tenemos que adoptar un modo totalmente diferente de pensar en relación con el envejecimiento de las sociedades y el medioambiente. Para que una fuerza laboral en disminución tenga alguna chance de sostener a una población cada vez más anciana, hay que hacer ya mismo las inversiones necesarias para aumentar la productividad. Entretanto, las poblaciones en proceso de envejecimiento tal vez deban aceptar una prolongación de la vida laboral (con adecuación de las edades de retiro según la expectativa de vida) y una menor medicalización de la salud en el final de la vida. Por último, hay que incorporar los costos ambientales actuales y futuros a las decisiones económicas. Necesitamos inversiones inmensas en tecnología verde para transformar ciudades y sistemas energéticos y de transporte. Un nuevo contrato social con todas estas características puede devolvernos una idea de esperanza y optimismo en relación con el futuro.